9/08/2006

NADADORA LEE: Carrera del fruto, de Juan Carlos Reche, Pre-Textos, 2006


Siete años han transcurrido entre El dolor y la velocidad (1999) y el último trabajo de Juan Carlos Reche Carrera del fruto. Y entre uno y otro libro existen diferencias, no cabe duda, pero hay una bien definida voz y construcción poéticas que los une. El filamento, el hilo de unión, no es otro que la identidad. Identidad como búsqueda y como principio; identidad como tejido poético, identidad como desdoblamiento, identidad como olvido, etc. Ahora bien, si en El dolor y la velocidad venía filtrada esa identidad por un sentido estático del yo, por una fijeza argumental de un sujeto X al que le pasan cosas Y, es decir, por un determinado suceso; en La carrera del fruto el sujeto poético se define constantemente por la idea del pliegue. No hay una evidente linealidad, sólo el devenir heracliteano de un yo, como una mente expuesta a un afuera, que en cada poema se cuestiona su posición. Esa carrera es la que ya Aristóteles definía como el proceso indefinido hacia la identidad (¿la sustancia primera?). Por eso, ante la lectura del libro de Reche, nos preguntamos ¿quién está ahora escribiendo? Del personaje de El dolor y la velocidad pasamos ahora a la asunción de un no-personaje o su constante imposibilidad. El poeta abandona el estatismo para hacer de lo real el fruto de su identidad. Es decir, buscar la conjunción de lo cotidiano con lo trascendental, esto es, la búsqueda de lo trascendente en la pluralidad de lo inmanente. Creo que podríamos aplicar al poemario de Reche las siguientes palabras de Mario Perniola de su libro El sex appeal de lo inorgánico: «Agotada la gran tarea histórica de compararse con Dios y con el animal, que perdura en Occidente desde la época de los antiguos griegos, ahora es la cosa la que atrae toda nuestra atención y la que suscita la pregunta más apremiante. […] A los movimientos verticales, ascendente hacia lo divino o descendente hacia lo animal, les sucede un movimiento horizontal hacia la cosa: ésta no está ni encima ni debajo, sino junto a nosotros, alrededor de nosotros». Esta puede ser en principio una de las cuestiones que tocan el libro de Reche. El problema del yo, es decir la carrera del fruto, se complejiza. Por ello al inicio del libro nos pone sobre la pista «Más allá de la poesía / en las decisiones / en el aire / he creado un mundo» (p. 7). Así nos avisa de que el sujeto poético salta desde el inicio por los aires. ¿La creación está más allá del poema? ¿En las decisiones? Se trata de buscar ese filo, ese límite entre el poema y lo real, esa frontera desde la cual el poeta va transformándose; frontera que nunca es límite sino principio constante. Por ello nos dirá: «Para ti, mi conciencia, y para mí, / hay reservada una isla en el futuro, / donde toda raíz tiene su frontera» (p. 8). Destaca por ello en el libro, como vimos antes en la cita de Perniola, la presencia de las cosas como espacios de realidad donde se va reflejando, y construyendo la identidad, el fruto. Así, por ejemplo: «las cosas serán cosas, / mis ojos sabrán cortejarlas» (p. 8), «Está dentro / la luz de las cosas, / pero no de ellas / sino dentro de mí» (p. 9), «A las cosas que están ahí / porque yo las he puesto / y no porque hayan siempre / vivido en su lugar, / la línea, sin saberlo, / les cae de otra manera» (p. 12), y sobre manera queda retratado este sex appeal de lo inorgánico como proceso poético, en uno de los poemas más sugerentes del libro: «Puede que no esté en ellas, en las cosas, / brújulas locas / que ocultando viajan / el imán de lo bello, / ni en mí, ninguno de mí, / que a veces soy yo, y se equivoca […] Si estamos en las cosas es por probar, / por ver si entre ellas y lo que somos / salta la liebre, se orienta la bruja, / alguien de aquí nos arregla tarde» (p. 18). De este modo, la horizontalidad (o movimiento hacia) como relación del yo con las cosas, tiene que ver con una inversión (o tal vez con pleno cumplimiento) del lejano postulado juanramoniano de Eternidades (1918), «Intelijencia, dame / el nombre exacto de las cosas», o «los ojos se me cuelgan, tristes / de las cosas». Hay una fusión a través de la palabra poética entre el sujeto y la realidad circundante. Ahora bien, en Juan Ramón es la pura inteligencia, un acto del entendimiento únicamente quien parece filtrar esa relación con la mismidad de las cosas, en cambio en Reche hay una intersección elemental basada no en la simple inteligencia, sino la sensibilidad. De alguna manera ese ansia de eternidad está presente en Reche, pero mediante un yo que va trasmutando, y donde la identidad es una pluralidad: «piel que no se duerme / ni cuando duermo yo» (p. 27). Es evidente que esa pluralidad se observa en la misma entraña y arquitectura del texto poético donde se conjuga, como decíamos, lo trascendente con balones de Nivea o pancartas de meta (p. 28), por ejemplo, todo ello con una sensualidad, ironía («¡Ah el tema del cuerpo!» (p. 31)) y procesamiento poético de gran interés.
En el libro hay una constante búsqueda (¿el yo en crecimiento a lo Wordsworth? ¿la identidad con las cosas?) que viene definida por el secreto y en este sentido su acierto es espléndido: «Aún conservo parte de un secreto, / y eso es lo que hay. / Me alegro. Me resigno. / Toda isla está a un corazón de distancia» (p. 20). Algo que se confirma hacia el final cuando afirma «Nada morirá el día que yo muera […] Todo habrá sido un sueño condensado / que se despertará en otra forma, / más allá / de la curva del tiempo: / la carrera del fruto / que necesita de varios árboles / para ser sólo uno» (p. 36). ¿Será ese el final o el principio de la búsqueda?
Se trata, en definitiva, de un libro que abre nuevas vías al autor, nuevas posibilidades tanto compositivas como reflexivas, y por ello, no cabe duda, es un poemario importante. La identidad, la búsqueda, el alcanzar el fruto a través de esos múltiples pliegues del yo hacen del texto una obra a veces coral, a veces íntima, en ocasiones descarnada e irónica, y siempre manteniendo un pulso (muy cuidado) con el lenguaje; ese lenguaje cuya tensión mantiene en un perfecto filamento, en un perfecto equilibrio toda la obra. Es decir, un libro de gran altura.

[Alberto Santamaría]

 

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